[...] Bien por el influjo de la bebida narcótica, de la que todos los hombres y pueblos originarios hablan con himnos, o bien con la aproximación poderosa de la primavera, que impregna placenteramente la naturaleza, despiértanse aquellas emociones dionisíacas en cuya intensificación lo subjetivo desaparece hasta llegar al completo olvido de sí. También en la Edad Media alemana iban rodando de un lugar para otro, cantando y bailando bajo el influjo de esa misma violencia dionisíaca, muchedumbres cada vez mayores: en esos danzantes de san Juan y san Vito reconocemos nosotros los coros báquicos de los griegos, con su prehistoria en Asia Menor, que se remontan hasta Babilonia y hasta los saces orgiásticos. Hay hombres que, por falta de experiencia o por embotamiento de espíritu, se apartan de esos fenómenos como de «enfermedades populares», burlándose de ellos o lamentándolos, apoyados en el sentimiento de su propia salud: los pobres no sospechan, desde luego, qué color cadavérico y qué aire fantasmal ostenta precisamente esa «salud» suya cuando a su lado pasa rugiendo la vida ardiente de los entusiastas dionisíacos.
Bajo la magia de lo dionisíaco no sólo se renueva la alianza entre los seres humanos: también la naturaleza enajenada, hostil o subyugada celebra su fiesta de reconciliación con su hijo perdido, el hombre. De manera espontánea ofrece la tierra sus dones, y pacíficamente se acercan los animales rapaces de las rocas y del desierto. De flores y guirnaldas está recubierto el carro de Dioniso: bajo su yugo avanzan la pantera y el tigre. Transfórmese el Himno a la alegría de Beethoven en una pintura y no se quede nadie rezagado con la imaginación cuando los millones se prosternan estremecidos en el polvo: así será posible aproximarse a lo dionisíaco. Ahora el esclavo es hombre libre, ahora quedan rotas todas las rígidas, hostiles delimitaciones que la necesidad, la arbitrariedad o la «moda insolente» han establecido entre los hombres. Ahora, en el evangelio de la armonía universal, cada uno se siente no sólo reunido, reconciliado con su prójimo, sino uno con él, cual si el velo de Maya estuviese desgarrado y ahora sólo ondease de un lado para otro, en jirones, ante lo misterioso Uno primordial. Cantando y bailando manifiéstase el ser humano como miembro de una comunidad superior: ha desaprendido a andar y a hablar y está en camino de echar a volar por los aires bailando. Por sus gestos habla la transformación mágica. Al igual que ahora los animales hablan y la tierra da leche y miel, también en él resuena algo sobrenatural: se siente dios, él mismo camina ahora tan estático y erguido como en sueños veía caminar a los dioses. El ser humano no es ya un artista, se ha convertido en una obra de arte: para suprema satisfacción deleitable de lo Uno primordial, la potencia artística de la naturaleza entera se revela aquí bajo los estremecimientos de la embriaguez. El barro más noble, el mármol más precioso son aquí amasados y tallados, y a los golpes de cincel del artista dionisíaco de los mundos resuena la llamada de los misterios eleusinos: «¿Os postráis, millones? ¿Oh mundo, presientes tú al Creador?». -
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