En el medioevo, ustedes saben, la idea de originalidad carecía de sentido: la verdad provenía de Dios, la falsedad del Diablo. Todo lo que dijera un hombre –materia pecadora- podía a lo sumo tender a alejarse del Diablo y acercarse a Dios. Las tareas intelectuales eran en principio copiar libros ya existentes, o bien comentar otros textos. Lo verdadero se interpreta como una unidad, jamás como algo problemático, contradictorio, plural.
A partir del Renacimiento, con sus figuras descollantes, comienzan a desarrollarse ciertas prácticas que destacan las características individuales de determinados sujetos, especialmente los trabajos encargados ya no por la institución cultural dominante (la Iglesia), sino por las familias de la burguesía ascendente. Si uno lee textos de esta época, va a encontrar en los prólogos, a modo de sponsor, los agradecimientos a tal o cual personalidad por su mecenazgo. Después de Gutemberg la literatura se convierte en un trabajo, y la difusión que da la imprenta implica un mayor peligro de censura. De esta forma, los derechos de autor se van constituyendo como un sistema de valoración positiva (el dinero percibido por la propiedad intelectual de la obra) y simultáneamente, negativa (la posibilidad de atribuir un texto a un sujeto y castigarlo por su eventual blasfemia).
Mucho más complejo es lo que sucede en los siglos XVIII y XIX. Para resumirlo, veámoslo de esta manera: en primer lugar, la expansión geográfica, la economía pujante, el manejo preciso de máquinas y elementos nuevos le dan forma a lo que conocemos como “positivismo”. El mundo aparece como una serie de fórmulas y cantidades mensurables y la ciencia se convierte en un lenguaje hegemónico cuyo fin es comprender el mundo, entender su previsibilidad, para poder explotarlo con la mayor tasa de ganancia posible. Paralelamente, mas o menos a patir de la revolución francesa y la declaración de los derechos del hombre, el ser humano pasa a ser parte de esa nueva concepción de naturaleza: una regularidad previsible. Es por eso que la aparición de los loqueros y las cárceles se da alrededor de estas épocas. (Como ven, no estoy siendo muy riguroso con las fechas, me interesa más bien llegar al presente con las conclusiones históricas que tenemos de lastre dentro de la cultura occidental). Los loqueros y las cárceles, digo, se tornan necesarios sólo en la medida en que lo ‘raro’ se opone a lo ‘normal’, es decir, cuando lo normal, lo previsible, pasa a ser universal. La igualdad declarada por la revolución francesa implica de alguna manera la producción en serie de ropa, ladrillos, utensilios de la revolución industrial. El consumo de camisetas, corbatas, zapatos, perfumes, es igual para todos (en la medida en que cada uno, haciendo uso de sus capacidades universales, haya podido juntar la plata para comprar lo que se le antoje). En este contexto aparecen distintos tipos de arte. Por un lado, el realismo en pintura: la mezcla de colores es previsible, también las medidas de los objetos, paisajes, personas. Por lo tanto, el pintor que mejor cotiza es el que es capaz de retratar a las cosas como se ven en la naturaleza: como los hombres viven en ciudades, el fiel retrato de una montaña o un lago expira de alguna manera su lejanía. Algo de esto se da también con el romanticismo alemán. Hemos visto que el autor romántico es el Autor con mayúscula. Es capaz de anteponerse a la alienación del hombre con respecto a la naturaleza. Cuenta al mundo en su complejidad y su salvajismo mediante formas literarias que le llegan mediante conexiones místicas con la divinidad, con el alma, con la totalidad del mundo. (Ese salvajismo de que hablamos es un asunto recurrente desde Rousseau, que pasa por Marx, nos llega hoy en diversas formas como el ecologismo, y que critica al hombre moderno justamente porque las costumbres burguesas lo han alejado de la experiencia del mundo, y de la felicidad; a esa crítica “negativa” de la modernidad es a la que se opone el “positivismo” como filosofía). Decimos, entonces, que el escritor romántico supone el resumen de lo universal en su particularidad. Es a partir de este momento que se compilan las “obras completas” (¿esto que escribo entra en mis obras completas? ¿y las listas de almacén que cuelgo en la heladera?) y los autores se convierten en Grandes Autores, como genios que la humanidad ha dado. Es decir que el espíritu eurocentrista señala a algunos iluminados como genios y ejemplos elevadísimos, como la instancia definitiva de todo saber. Dios agoniza, pero su lugar es sustituido por los Clásicos. Fíjense qué paradójico es que: la cultura gira en torno a lo normal, a la moneda corriente, a lo que luego será el american dream, encierra a sus locos en loqueros, pero a algunos de esos locos –a los que mejor logran demostrar que saben más que los demás- les reserva un lugar divino. Los escritores que no son considerados grossos publican en revistas y también forman parte de la mercancía común, burguesa. Piensen que lo que se leía hacia 1860 es incomparablemente mayor a lo que leemos hoy, con todos los estímulos animados que tenemos y con la educación universal (esa que se impuso en el siglo XIX para observar y calcular el mundo) hoy en absoluta decadencia.
Muy bien. Llegamos al siglo XX. La economía capitalista ya funciona como hoy -especulación financiera- e implica desbalances y situaciones en las que hay que producir el consumo como sea. A veces alcanza con publicidad. Otras es preciso tirarse bombas. Con la primera guerra, el positivismo se las ve negras para seguir sosteniendo que este es el mejor de los mundos posibles. El cine, la radio y la televisión van a funcionar perfectamente en la segunda mitad del siglo: por un lado, venden productos a clases medias y bajas; por el otro, imponen formas unívocas de pensamiento. Pero hasta que estos medios no se desarrollan, lo que mejor funciona son los nacionalismos y las guerras: situaciones de gasto público inmensas, tanto para comprar armamento como para reconstruir ciudades enteras. Recuerden que el primer enemigo de los nacionalismos no es el liberalismo económico, sino las izquierdas revolucionarias. Los estados nación ya tienen memoria nacional, y se preparan para ser regidos por paternalismos militarizantes, mas o menos socialistas (Mussolini, Hitler, Franco, Stalin, Churchill, Perón, etc.). En este contexto, aislado en la burbuja intelectual de la URSS, aparece Bajtín, un genio absoluto e indiscutible (chiste, chiste).
Bajtín y sus amigos, durante los primeros años del stalinismo, proponen una lingüística dinámica, frente a las lingüísticas fijistas de sus contemporáneos. La fijeza es una característica muy común de las ciencias positivistas, que se apoyan sobre el pilar de la lógica artistotélica, que enuncia: “nada puede ser y no ser al mismo tiempo”. En un mundo académico que acepta que el esquema de la comunicación implica un “hablante” que pasa un comunicado y un “oyente” que lo percibe, los bajtinianos amplían el campo de estudio y sostienen que no hay enunciado puro, unívoco, sino que todas las actividades comunicativas se dan en el marco de un diálogo infinito. Todo enunciado contesta o reproduce enunciados anteriores. Yo, por ejemplo, ahora, estoy reproduciendo a mi manera enunciados de Bajtín, de algún comentador de Shakespeare o Dostoievski, y estoy contestando, entre muchos otros, a Saussure y a Stalin (Stalin, entre sus múltiples tareas, era lingüista; los postulados de Bajtín no le gustaban, y luego de proponer su propia teoría acerca de la lengua rusa como la madre de todas las lenguas, y su propia lectura de Marx como la lectura canónica y definitiva de Marx, mandó a Bajtín a morir a Siberia).
Polifonía se opone, entonces, a univocidad. Todo enunciado ha sido ya enunciado, de alguna forma, en el pasado, y será contestado de alguna forma en el futuro. Ningún enunciado es definitivo, siempre será relativo con respecto a los enunciados de los que parte y a aquellos que lo contestarán en el futuro.
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